jueves, 24 de enero de 2013

El lado vivo de la Morgue.

Sus dedos largos, delgados y pálidos acariciaban con lentitud y dulzura triste la pared blanca y sucia. Sus ojos se perdían en sus uñas negras mal pintadas y sus labios ligeramente morados temblaban de un frío inexistente. Y sus pies, largos y desnudos, se movían con nerviosismo bajo las mantas, expectantes, esperando que su cuerpo reaccionase de una vez y pudieran huir de ese lugar, de ese miedo constante.
Alzó por primera vez en días la mirada hacia el techo gris y viejo, sucio, lleno de telarañas y humedades. Pensó por un momento en aquellos poemas que recitaba por la noche y unos versos rotos se aparecieron en su mente, como una llamada de atención ante la inminente autodestrucción de sus órganos:

Bailaban en el desfile negro, 
las almas, los colores,
las flores, los muertos,
tu mirada.

Despegó las manos de la pared y apoyó con suavidad el brazo en el colchón de la pequeña cama vestida con frías y blancas sábanas de algodón. Empezó a tamborilear con los dedos un ritmo torpe y aleatorio y en su cabeza cada golpecito se disfrazaba de palabras de ánimo y amor que nunca fueron dichas. Y más versos enfermos acudían a su mente, sueltos, perdidos, sin sentido ni dueño:

¡Qué hipocresía la de los hombres!
¡Qué amor el de las plantas!
Regálame cactus, enredaderas,
arbustos de todo tipo, amor, 
pero jamás, jamás me regales
tu humano corazón.

En aquella blanca habitación las paredes parecían moverse, las camas parecían cabalgar y las ventanas parecían estrecharse convirtiéndose en ventanucos por los que no entraban, ni siquiera, las pequeñas crías de los cuervos. Intentó taparse, cobijarse más en sus mantas y sábanas, pero el frío y los mareos no cesaban y de repente se sintió tan solo que quiso llorar y enredarse aún más en sus atormentados pensamientos y sentimientos, abrazarse con furia a la almohada, gritar que odiaba vivir y susurrar a Dios, si es que existe un ser llamado así, que cesase el dolor. Que todo dejase de existir por un momento, que su corazón se parase por unos segundos, que la sangre se renovase y oxigenara, que sus piernas aguantaran de nuevo su peso, que sus labios recobraran el color rosado de antaño, que sus manos no temblaran, que cesase el frío, y el dolor.

Te echo de menos, pequeña,
tu forma de paliar la melancolía, 
las risas y el olor de tu champú.
Te echo de menos, pequeña,
jugar en la ducha, robar besos a la tristeza
tu pelo enredado en mi nariz, 
los abrazos eternos,
las medianoches luminosas...
...el olor de tu champú.

Cerró los ojos y dejó que el mundo acabara con él lentamente y con amor. Se dio por vencido como una hoja en pleno otoño, como un marinero ante el canto de una sirena, como los versos caídos de los grandes poetas.
Se tumbó tranquilo, temblando y con el ritmo de unos últimos versos resonando en su mente como una canción de despedida alegre y pegajosa.

Adiós, y me voy.
No volveré, nunca he estado aquí.
Adiós, y me voy.
No me esperes, cena sin mí.


4 comentarios:

alvarobd dijo...

Es genial, de lo mejor que te he leído. Me encanta, en serio.

¡Un saludo, sigue así!

Eri dijo...

Esas medianoches luminosas...
( qué versos tan perfectos )

Anónimo dijo...

Una parte de mi desea que alguno de tus textos no me llegue a convencer del todo...pero llegados a este punto, veo que es imposible y que me tendré que deshacer de esa mitad, porque es maravilloso.

Unknown dijo...

Que poesía más perfecta le escribía. Una preciosidad.