sábado, 24 de septiembre de 2011

Aquel crimen perfecto.

Bob Dylan.
11 de la noche de un viernes maldito.
Volvía a casa roto. Su corazón estaba hecho pedazos, jamás se reconstruiría otra vez. Tiene grabada en la mente la expresión de asco de ella. En sus oídos resuena su última palabra, un adiós amargo y gritado.
No entiende nada de lo que ha pasado, pero ya ha acabado. En su boca aún guarda el sabor de su último beso y en el pecho guarda el empujón que recibió al querer abrazarla.
Al entrar en su habitación, se sentó en la cama y empezó a beber.
¿Qué otra cosa podía hacer?
3 de la mañana. 
Tenía un vaso roto en la mano, jamás estaba vacío, siempre se rellenaba de vino. Era lo único que le ayudaba en aquellos momentos. 
En la otra mano sostenía una fotografía en blanco y negro. Sonríe al verla allí. Tan sonriente y joven. Era guapa y buena, muy buena. Quizás por eso ella lo abandonó, era demasiado buena y él, bueno, él era un desastre. Pero la quiso, la quiso con todo su corazón. 
Vuelve a rellenar el vaso del líquido granate y se lo bebe de un trago. Le duele, le duele mucho. Ya es la cuarta botella que vacía esa noche. Pero nunca es suficiente, aún la recuerda. 
Aquellos ojos negros bordeados de oscuras pestañas, aquel cuerpo esbelto y esos andares elegantes.
Otro trago más y vuelve a mirar la fotografía. Eran buenos tiempos, tiempos dorados.
De eso se dio cuenta demasiado tarde.
5 de la mañana.
No había querido dormir. En la habitación sonaba a todo volumen la música de Andrés Calamaro. Lloraba mientras bailaba, en el suelo había ya siete botellas vacías y tres vasos rotos. 
Ya no recordaba nada, no sabía ni donde estaba, aunque tampoco le preocupaba. 
Bendita borrachera, solución de aquel crimen perfecto.